miércoles, 20 de octubre de 2010

Quédate

por Juan Herrera Villar


Siete veintidós. ¿Para qué llego dos horas antes a nuestra cita? ¿Por qué sigo haciendo esto? ¿Por qué sigo viéndola? Es miserable, poco ético y sin embargo sigo haciéndolo. Qué patético soy.

¿Por qué aquí? Me molestan las cortinas color crema, el teléfono de rueda, el polvo en el sillón, pero sigo fiel a este hotel barato. Supongo que es porque aquí fue donde me entregó su cuerpo virgen, donde conocí su figura de piel blanca y suspiros, donde su miedo se fundía con mis caricias torpes; por ser el único sitio cerca del café a dos cuadras de la avenida Madero.

¿La habitación huele a Marcela o Marcela a esta habitación? Pobre Marcela, me duele su ingenuidad, mirar sus ojos enormes cuando me observa, su admiración genuina, la sonrisa que dibuja cuando abre la puerta de este cuarto de hotel y estoy yo ansioso, esperando.

No se me olvida el día que la conocí: Literatura Latinoamericana, salón 203. Se me hizo tarde y los demás no quisieron esperar, sólo ella: la de gafas de armazón grueso; pelo enmarañado; senos grandes; cintura pequeña que esconde tras ropa holgada; la que tartamudea y usa palabras como “bocadillo”, “absorto”, “diégesis”, “monorrimo” (clisé absurdo de mujer entregada al estudio); la de piel suave y besos quietos.

—Profesor, ¿cree que podamos abarcar un poco de poesía latinoamericana?

Mi Marcela de Girondo y Nicanor Parra, que recita cuando acaba de hacer el amor, que cree que yo debería ser poeta en vez de dar clases.

—Debería avergonzarme, Marcela, pero estás en cada poro, en cada verso y beso.

Cuarenta y ocho años y sigo con este empleo que juré sería temporal: “Sólo mientras alguien note mi talento”. En una novela a medias, dos o tres poemas y cuentos en revistas que nadie leerá, ahí se fue mi “talento”. Llevo veinte años diciendo las mismas cosas, enseñando lo mismo y ahora impaciente en una habitación esperando a mi alumna. ¿Cómo acabé así?

—Sé de un café a unas cuadras de aquí. Podemos ir y
discutir eso que dices de Gelman.

Marcela tonta, ingenua. Marcela presa, victima. Marcela reconfortante, dadora de vida, segundo aire.

—Marcela, sonará raro y no te culpo si quieres salir corriendo, pero me gustas. Me gusta mirarte levantar la mano y preguntar algo. Sé que soy viejo, pero qué puedo hacer.

Debió haber corrido, acusarme, pero tomó mi mano, la acarició. Algo dijeron sus labios antes de besarme.

Y acabamos en esta habitación austera de alfombra sucia y sábanas mal lavadas. Es mía de nueve treinta a once y soy suyo desde que me dijo que me quería con uñas, dientes, suspiros y en caída libre.

Marcela de vuelos y cielos, de noche sin luna, de luz apagada, de complejo. Marcela rejuvenecedora. Mi MARCELA con mayúsculas.

Al final nada puedo darle y todo estoy quitándole; porque en este trueque solo ella sale perdiendo; porque sólo podemos nombrarnos a escondidas, con la luz apagada, a gemidos, con saliva y besos; porque sólo tenemos una habitación desgastada y los años que le robo para sentirme vivo. Pobre de Marcela que debería salir con algún idiota que le haga poemas o que le cuente sus sueños, no este hombre amargo que se avergüenza, que se cae cada que mira el espejo. Pobre de Marcela que me quiere sin preguntas, sin respuestas, sin mañanas o promesas. Pobre de Marcela que tiene el valor de querer a este hombre que le espera nervioso deseando que no sea el día en el que decida irse a vivir su vida y dejarme solo con la mía.

Llegará puntual y abriré la puerta. Me besará, haremos el amor, recitará. Yo escribiré “quédate” en su espalda.